martes, 5 de julio de 2016

La princesa enferma


Refieren viejas leyendas que existió un rey que tenía una hija tan hermosa como no se había visto otra.
Vivía en un deslumbrante palacio y guardaba a la princesa en uno de sus más apartados rincones, en una cámara de cuya puerta él poseía la llave. La única que se acercaba a la cautiva era una vieja negra, encargada de llevarle el alimento, consistente en los manjares más deliciosos que puede concebirse. Y se los servía de una forma particular: la carne iba sin hueso; el pan, completamente descortezado, mostraba la blanca y sabrosa miga; las almendras habían sido desposeídas de su cáscara... Todo, para que la bella princesa pudiera comer con entera comodidad, sin costarle el menor esfuerzo llevarse los alimentos a la boca.
Pero, en cierta ocasión a la negra se le olvidó cerrar la puerta de la cámara al retirarse, y un curioso negrito que por allí se encontraba, al ver abierta la puerta, penetró en la estancia y se aproximó tranquilamente a la princesa, que en ese momento se hallaba almorzando.
- ¡Qué comida tan extraña te sirven, señora! - Exclamó al advertir la clase de alimentos que tenía ante ella la princesa -. La carne está sin hueso. el pan sin corteza y las almendras sin cáscara. ¡Qué desgracia! Es bien conocido de todo el mundo que el hueso presta a la carne un sabor especial, ¡y qué delicioso resulta chuparlo al final! Que el pan sin corteza resulta sumamente soso. ¡Y qué buenos ratos se pasan partiendo uno mismo las almendras!
Todo aquello que dijo el negrito interesó vivamente a la princesa, de modo que cuando la negra volvió le dijo:
- Deseo que, desde hoy, me sirvas la carne con su hueso, el pan con su corteza, y las almendras dentro de sus cáscaras.
La criada negra accedió a su deseo, y desde aquel día le sirvió a la princesa los alimentos tal como ella los quería.
Mas sucedió que en uno de los huesos que le llevó había tuétano, y la princesa, para sacarlo del interior, golpeó el hueso fuertemente contra la mesa. Con tanta violencia golpeó, que temblaron las paredes de la cámara y los cristales de la ventana saltaron en mil pedazos.
Aprovechando la oportunidad de poder mirar a la calle, la princesa se asomó a la ventana y, en el cercano mercadillo, vio un hombre que vendía penas a voz en grito.
- ¿Quién me compra penas? - decía el mercader.
La princesa quedó asombrada y, sobre todo, intrigada, y llamó a su criada.
- Ruega a ese hombre que se aproxime a mi ventana - ordenó a la negra.
La vieja negra cumplió el encargo y momentos después el vendedor se encontraba al pie de la ventana de la princesa.
- ¿Es cierto que posees la mercancía que pregonas? - le preguntó ésta.
- Y tan cierto - le respondió el hombre -. Ëstas que ves aqui son semillas de penas.
Y le mostró unos granos semejantes a los de la pimienta. La princesa no vaciló en comprarlos, y después los plantó en una maceta de su terraza. No tardaron en crecer unas plantas desconocidas y muy hermosas, que se cubrieron de flores multicolores. La princesa se pasaba el día contemplando aquellas plantas nacidas de las semillas adquiridas al mercader.
- Mañana se celebra la gran fiesta - se dijo un día - . Tomaré algunas de estas flores para adornarme.
Pero, ¡oh, desgracia!, de pronto aparecieron dos pájaros, uno blanco, negro el otro, que llegaron allí atraídos por los vivos colores de las flores, posándose sobre las delicadas plantitas y aplastándolas con su peso. Y no sólo eso, sino que también comenzaron a picotear las flores, haciendo entre ellas un gran destrozo.
Para que se marcharan de allí, la princesa les ofreció una sortija que lucía en su dedo. Los pájaros la cogieron y se alejaron volando.
La princesa pasó una noche llena de zozobra, temiendo que sus plantas jamás recobrarían su antiguo vigor y belleza; sin embargo, a la mañana siguiente, aquéllas estaban lozanas y cubiertas de abundantes y hermosas flores.
Pero los pájaros llegaron por segunda vez y aplastaron las plantas y destrozaron las flores. Entonces la princesa les entregó un valioso brazalete, y los pájaros emprendieron el vuelo.
La princesa pasó toda la noche llorando, mas a la mañana siguiente, las plantas se hallaban tan preciosas como antes de la visita de los pájaros y las flores brillaban como nunca.
Pero los pájaros llegaron por tercera vez y volvieron a destrozar las flores. La princesa les regaló entonces su collar de diamantes. No consiguiendo más que salvar sus plantas un día más, pues los pájaros volvieron y volvieron, y la princesa les entregó joya tras joya, hasta quedarse sin ninguna.
Al descubrir que su joyero se hallaba completamente vacío, la princesa cayó en honda melancolía: su corazón se llenó de tristeza, su rostro adquirió un color amarillo y, en fin, la princesa enfermó gravemente.
La reconocieron los mejores médicos de la corte, sin que lograran averiguar el mal que atenazaba a la princesa.
Cierto día, ésta dijo a sus padres:
- Desearía que todas las mujeres de la ciudad vinieran a contarme sus penas. Quiero averiguar si existe en el mundo alguna mujer con más penas que las mías.
Y todas las mujeres de la ciudad pasaron por delante del lecho de la princesa enferma, contando cada una sus cuitas. Una se quejaba de su suegra; otra, de su marido; una tercera, de una amiga; y muchas se lamentaban de su pobreza. Cada una de ellas aseguraba que su dolor era el mayor de todos.
Pero la princesa no pensaba así; consideraba que ninguna pena se podía comparar con la suya.
- Nunca encontraré a una mujer que sufra lo mismo que yo - se lamentaba la princesa, con profundos suspiros.
La última mujer que quedaba por referir sus dolores era una esclava negra, la cual relató lo siguiente:
- Estaba lavando unas ropas de lana en el río, cuando apareció un camello, solo, sin hombre que lo guiara. Se detuvo, y entonces vi que la batería de cocina que llevaba sobre su giba descendía ella sola hasta el agua y se lavaba sola. Eso sucedió: ¡una batería de cocina de oro y plata lavándose sola! Después, una vez estuvieron todos los cacharros relucientes, la vajilla se elevó de nuevo con todo orden y se fue acomodando sobre la giba del camello, y éste echó a andar. Quise averiguar adónde se dirigía, y me agarré a su cola. El animal cruzó el río y luego se dirigió hacia las Montañas de los Cielos, un pico que parece llegar hasta el mismo cielo. Cuando el camello llegó a su pie, yo pensé que no podría seguir más adelante, pero, de pronto, aquella montaña se abrió y le permitió seguir adelante.
La esclava negra respiró hondamente y prosiguió así:
- Yo no soltaba la cola, y en seguida me encontré ante un palacio de oro, sostenido por cuatro columnas también de oro. A un lado vi un enorme bloque macizo de esmeralda, en el que se abrió una puerta. Y en ese momento, dijo uno de los cacharros:
- Baja.
Y le contestó otro:
- Baja tú primero.
Finalmente se pusieron de acuerdo y descendieron del camello, y éste se marchó. Seguí a los cacharros al interior de la cueva recién abierta, y los vi ya colgando de las paredes. En ese momento llegaron dos pájaros, blanco uno, negro otro, y se sumergieron en un estanque. Al salir, el pájaro blanco se había convertido en un príncipe, ataviado con traje de rey; y el pájaro negro era ahora un paje, y vestía de librea.
Ambos se dirigieron a una estancia contigua, y les seguí. Allí descendió del techo una mesa llena de suculentos manjares, y los jóvenes comieron de ellos. A continuación se colocó ante ellos una bandeja con un servicio de té, y cuando hubieron tomando de éste, el príncipe dijo al paje:
- Entrégame el cofrecillo.
Su sirviente se lo llevó, el príncipe lo abrió y dejó al descubierto una infinidad de joyas, de entre las que eligió una sortija de oro.
- Es la que ella me entregó - murmuró el príncipe. - ¡Ah, si pudiera casarme con ella!
Después tomó un brazalete y añadió:
- También me lo dió ella. ¿Cómo olvidarla?
De ese modo fue extrayendo del cofrecillo todas las joyas, examinándolas cuidadosamente entre suspiros dolorosos. Pero lo más asombroso era que las joyas también suspiraban y además llaraban abundantemente.
- ¡Qué hermosa es! - exclamaba el príncipe -. ¿Cómo vivir ya sin ella?
No me moví de aquel extraño lugar en toda la noche, y a la mañana siguiente los cacharros comenzaron a moverse, acomodándose en el camello - que ya había llegado  - y partiendo al punto. Yo, que había asido de nuevo la cola del animal, viajé con ellos hasta el río, donde encontré mi ropa tal como la dejara.
Poco después me enteré de que todas las mujeres venían a contar sus dolores, y yo lo hice también. ¿Quién podría decirme si lo que acabo de referir es presagio de infortunios o de felicidad?
- Te ruego que vengas mañana al amanecer - le dijo la princesa a la esclava negra.
Ésta se retiró, y a la mañana siguiente, muy temprano, volvió al palacio. La princesa ya estaba dispuesta, y las dos se dirigieron al río. No tardó en presentarse el camello, del que comenzaron a descender solos los cacharros de oro y e plata, para bañarse en el río.
Cuando concluyó el lavado, el camello emprendió la retirada, y la princesa y la esclava negra se agarraron a su cola y llegaron así a la gigantesca montaña, donde la roca se abrió para permitirles el paso, alcanzando finalmente el palacio de oro.
Todo sucedió como lo contara la negra. Llegaron los dos pájaros, se sumergieron en el estanque y salieron convertidos en dos jóvenes, blanco uno, negro el otro. El blanco ordenó al paje negro que le llevara el cofrecillo, del que el príncipe fue extrayendo primero la sortija, luego el brazalete, a continuación el collar, y después todas las demás joyas... Sin embargo, estas joyas, no lloraban en aquella ocasión, sino que reían.
- ¿Por qué os reís? - les preguntó el príncipe.
- Porque aquí se encuentra nuestra dueña - respondieron las joyas.
A pesar de esta contestación, el príncipe no se dio cuenta de lo que le querían decir las joyas. Continuó con sus agradables recuerdos, mientras exclamaba con desesperación:
- ¿Cómo vivir ya sin ella? ¿Por qué no me ama como yo la amo?
Nada más escuchar estas palabras, la princesa se dejó ver y exclamó, avanzando hacia él:
- ¡Yo también te amo!
Cuando se repuso de su asombro, el príncipe la tomó de las manos y ambos lloraron de alegría.
En seguida se casaron, y el primer viaje lo hicieron al País de los Genios, a una ciudad llamada justamente de la Felicidad, donde vivieron una época inolvidable.
La esclava negra se casó con el paje negro del príncipe, y desde entonces sirvieron a sus señores hasta el fin de sus días.
Tiempo después, el joven matrimonio realizó un viaje para visitar a los padres de la princesa, y después de los nuevos festejos con que celebraron el encuentro, todos vivieron por siempre muy felices.


Espero que os haya gustado y disfrutar con vuestras lecturas.

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